Ricardo había llegado al
aeródromo de Ocaña, en la provincia de Toledo alrededor de las diez de la
mañana. Estaba esperándole Andrés, el paracaidista profesional y monitor que le
acompañaría en su primer salto.
La reserva estaba hecha desde
hacía más de un mes, regalo de sus padres y hermana con motivo de la reciente
graduación como ingeniero. Era el regalo que Ricardo llevaba años deseando, un
salto en paracaídas. Después una buena comida con la familia pondría el broche
final a un día de aventura.
Al llegar, en la recepción del
aeródromo, Andrés le facilitó unas sencillas explicaciones para que supiera
todo lo necesario al realizar un salto en tándem.
Esto consistía en lo siguiente: Andrés, el
instructor, iría unido a Ricardo con unos amarres, equipado con un paracaídas
diseñado especialmente para soportar el peso de las dos personas. Era
obligatorio que Ricardo no llegara al peso de cien kilos, pues no podrían
realizar el salto. Afortunadamente, no pesaba más de ochenta y cinco kilos.
Disipadas todas las dudas y tras
una pequeña charla para calmar los nervios, ambos embarcaron en el avión.
Tras una media hora de vuelo, a
la altura de cuatro mil metros, Andrés preparó todo para el salto que harían
unos momentos después. También saltaría con ellos Jorge, otro paracaidista
profesional que se situaría frente a ellos con el fin de grabar las imágenes
del evento. Ya le habían comentado a Ricardo que la cara de susto estaba
garantizada.
Momentos después, una luz verde
se encendió dentro de la cabina y se dispusieron para el salto. Andrés le
preguntó en ese instante si estaba dispuesto a saltar, contestando este
afirmativamente.
A Ricardo no le dio tiempo tan
siquiera a pensarlo, cuando quiso abrir los ojos estaban volando, en caída
libre, llegando en unos momentos a bajar a una velocidad cerca de los
doscientos kilómetros por hora.
Enormemente emocionado no podía
creer lo que estaba viendo. Desde la altura se podía distinguir los campos de
cultivo, cuadrados, perfectamente roturados, un arroyo en el filo de una gran
vereda, algún camino que comunicaba los distintos campos, etc. En resumen un
paisaje precioso a vista de pájaro.
También y a poca distancia Jorge,
con una cámara en el casco y otra en las manos, grababa todos los movimientos. Un chorro de adrenalina subía por el cuerpo de
Ricardo en esos momentos.
Al poco tiempo, vio como Jorge
abría su paracaídas, de un color verde precioso , sintiendo como un fuerte
tirón frenaba su cuerpo. Ricardo pensó que enseguida sucedería lo mismo con el de
su instructor que sujetaría a ambos.
Ricardo tuvo un enorme sobresalto
cuando comprobó de inmediato que estaba solo en el aire. Nadie estaba tras él y no disponía de ningún enganche ni ningún
paracaídas que pudiera amortiguar su golpe contra el suelo. No había notado que
se hubiera desenganchado del instructor.
El pánico se apoderó de él viendo cómo
se aproximaba rápidamente al suelo y no podía evitarlo, intentó gritar, pero
debido al fuerte aire que golpeaba su
cara no pudo emitir ningún sonido. Lo único que quedaba era cerrar los ojos y
despedirse de este mundo para siempre.
Sintió un golpe; en todo el
cuerpo notaba el contacto del frio suelo, boca abajo, con los brazos pegados al
cuerpo, las piernas rectas y juntas. No sabía que pasaba, ni quería abrir los
ojos. Pero una duda le atenazaba, si estaba muerto ¿Cómo podía sentir el dolor?
También esperaba ver, de un momento a otro, como su espíritu se elevaba
pudiendo ver desde arriba su cuerpo inerte. Lo había visto en muchas películas.
Angustiado creyó oír una voz
cercana y conocida.
–Ricardo, Ricardo, ¿Qué te ha
pasado?, ¿Te has caído de la cama?
–Espero
que no te hayas hecho daño. –Le indicaba su madre de pie junto a él.
–Vete vistiendo ya, recuerda que
tenemos que ir a Ocaña. Hoy es el día de tu salto en paracaídas y estamos
ansiosos de que disfrutes un gran día.
Ricardo no salía de su estupor.
Todo había sido un sueño. Ahora dudaba si acudir a su cita o no.
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