Aquel era el segundo día de lucha, desesperada, cruenta. Habían
muerto prácticamente todos, tanto de un bando como del otro, más de ciento
cincuenta aguerridos hombres yacían brutalmente mutilados, desmembrados,
abiertos en heridas escalofriantes. Las espadas no podían soportar más sangre,
habían atravesado o rasgado muchos cuerpos humanos, demasiados, quitando vidas
que estaban empañadas en conseguir apoderarse de aquel secreto. Ya solo
quedaban dos hombres, los más fuertes, vigorosos, valientes y decididos a
acabar con aquella batalla. Uno por
cada bando y ambos con la misma intención, luchar hasta el final, hasta morir,
como habían hecho sus compañeros, sus más fieles luchadores.
No habría prisioneros, los invasores habían ganado durante
tiempo un prestigio aterrador. No dejaban jamás a nadie con vida , disfrutando
además de desmembrar y hacer sufrir hasta la muerte a sus enemigos, hasta
incluso sus mujeres tenían a gala cortar las partes nobles de los enemigos
muertos o agonizantes para exhibirlas como trofeos. Eran los soldados con fama
de más crueldad de aquella época, hasta el punto que muchos pueblos tan solo
con oír sus nombres vivían aterrados.
Aquel secreto había cobrado ya
muchas vidas, quedaban solo dos y ninguno de ellos estaba dispuesto a
compartirlo ni a perderlo.
Ambos se conocían bien, se habían batido muchas horas y aunque estaban
exhaustos no iban a rendirse ni a presentar síntomas de flaqueza ante su
enemigo.
Después de un momento de
descanso, lo que tardaron en cruzar las miradas y acercarse uno a otro a paso lento,
preciso, tanteando el terreno que los separaba, se encarnizaron en la última
lucha a muerte, sin piedad, con todas sus fuerzas que ya eran pocas. Las
espadas cruzaban el aire secando con este la sangre de tantos cuerpos a los que
habían dado muerte.
Ya casi no podían con su propio cuerpo, el peso de la espada, de
su propia espada a veces les hacía perder el equilibrio hasta que, en un
traspié uno de ellos cayó aparatosamente al suelo. La fatiga le impidió
levantarse rápidamente, su espada había quedado fuera del alcance de su mano. Sintió
la angustia de la muerte. Quiso implorar clemencia pero su adversario ya estaba
atravesando con la espada su pecho para llegar al corazón. Un esbozo de sonrisa
y a la vez placer se dibujaba en sus labios. Fue la última imagen que pudo ver,
después todo fue oscuro, en tinieblas.
El vencedor se hizo con el
cáliz, el secreto tan bien guardado en aquel cofre que unos defendieron y otros
ansiaron hasta dar su vida por ello.
Por fin arrebatado, solo uno de ellos, el vencedor, bebió aquel vino, aquel
afrodisíaco líquido que sabía le daría la vida eterna, que lo haría inmortal.
Por eso siempre estuvo custodiado.
Su leyenda en la base de la copa decía que para dar la inmortalidad de uno
muchos otros deberían morir, y así fue.
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