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viernes, 18 de abril de 2014

El Doctor Zito


     Era finales de 1968. Arturo Zito Alvear al fin logró terminar la carrera de medicina cuando ya contaba con treinta y nueve años de edad. Le había costado repetir alguna asignatura, incluso varias veces hasta que, a base de paciencia, sobre todo de los profesores, consiguió aprobar todas.
    Tenía su consulta preparada, había estado mucho tiempo en prácticas en un hospital y consiguió su puesto en una clínica de prestigioso nombre. Su consulta era por las tardes y también hacía alguna visita de urgencia después de su turno.
    Lo que mas le emocionó fue un regalo que le hizo su abuelo por el fin de carrera, un maletín de cuero, muy antiguo, alargado, con un cierre superior en bronce y que fácilmente pudo pertenecer a Ramón y Cajal o a alguien de su época. Estaba muy bien conservado, pero tenia una cerradura que al ser tan vieja costaba mucho de abrir, casi había que empezar a abrirla un día antes. Dentro había un espejo, con un marco de cuero repujado, también de esa época o quizás anterior.
    Al preguntarle a su abuelo por dicho espejo este le contestó
    —Es un espejo mágico, cuando tengas dudas en un diagnóstico, mírate en el espejo y en pocos minutos tendrás la solución. Llévalo siempre en el maletín, junto con tus otras cosas.
       Arturo era muy incrédulo, pesaba que con lo difícil que había resultado terminar la carrera, ¿cómo un simple espejo podría solucionar lo que tantos años de estudio le había costado?. Pero, no obstante, lo colocó en el interior del maletín y lo llevaba siempre con mucho cariño. 
     Ya, en su consulta recién estrenada empezó a atender a sus nuevos pacientes, que a su vez, esperaban al nuevo doctor.
     Cada vez que entraba un paciente en la consulta, este no podía disimular una sonrisa y al termino de la misma, cuando salían, a veces no podían contener una carcajada. Así, prácticamente uno tras otro. Cuando terminó la consulta, Arturo estaba muy molesto y preocupado.
     —¿Por qué se ríen de mi?, ¿acaso no confían en mi? —preguntó a su enfermera bastante irritado
       La enfermera, sin poder disimularlo, soltó también una carcajada y al momento le dijo:
     —Pero doctor, hombre de Dios, ¿Cómo no se van a reír cuando entran, si en la puerta hay una placa que pone “Doctor Zito” y cuando entran hay una persona de dos metros de alto, por uno y medio de ancho que casi no cabe detrás de la mesa?
      Pasado ya este trance, y habiendo cambiado la placa de su consulta por otra que rezaba “Doctor Arturo” empezó a tener fama de buen medico. La primera vez que tuvo una gran duda con un paciente se acordó del espejo que la había regalado su abuelo, y , al verse en él,  casi de inmediato recordó el mal que aquejaba al enfermo, dándole una solución que le dejó perplejo, ya que éste llevaba tiempo con sus dolencias y en tan solo un día quedó curado.
      Cada vez usaba más el espejo y cuando salía a hacer alguna visita domiciliaria llevaba el viejo maletín con sus instrumentos y su inseparable espejo. 
      Comenzó a famoso, "el médico del espejo" le llamaban y empezaron a llegarle pacientes de otras regiones, con dolencias rarísimas que, casi de inmediato, lograba sanar simplemente mirándose en el espejo,  además ya sin ningún disimulo.
      El maletín se hizo inseparable para él y cada vez que curaba a un enfermo del interior de éste salía una pequeña luz. Es el regalo mas fantástico que me han hecho nunca, comentaba con sus colegas, que algunas veces, acudían a él para consultarle algún síntoma.
      A través de los años, su fama fue tal que fue galardonado en muchos congresos y simposios y cuando ya, se jubiló a muy avanzada edad, en su pueblo natal erigieron una estatua en su honor con su maletín medio abierto a su lado asomando un espejo.
     Rápidamente una leyenda recorrió toda la región.  Cada vez que algún enfermo se curaba de una larga y difícil enfermedad, por la noche, se veía salir un pequeño haz de luz desde el interior  del maletín.



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